“EL LLAMADOR”
Los que tuvimos la suerte de haber crecido en la
Venezuela rural de mediados el siglo XX acumulamos recuerdos de una época que,
a pesar de las carencias, dejaron gratos momentos dignos de referir en un país
que se iba transformando aceleradamente gracias al incremento de la producción
petrolera, bonanza que trajo el progreso a algunas zonas muy apartadas y
abandonadas del país, traducida en la apertura de vías de comunicación,
servicios de agua potable, electricidad, gas, educación y salud.
Nuestros
pueblos eran pequeños, donde casi todos nos conocíamos, más bien parecía una
gran familia que disfrutaba y padecía junta, a diferencia de los compartimientos
estancos que representaban los apartamentos y urbanizaciones de las grandes
ciudades.
De esta
época, nos viene a la memoria las fiestas patronales, los matrimonios, bautizos
y otros acontecimientos donde los párvulos acudían en masa sin ninguna
invitación previa. El principal atractivo de la fiesta era la comida que allí
se servía. Las celebraciones familiares se hacían en las propias viviendas, que
eran amplias, con extenso patio, largos corredores, cómoda cocina y un adecuado
comedor donde había una mesa grande, con unas seis sillas colocadas alrededor.
Cuando venía la hora de servir la comida, los invitados, por orden de
categoría, se sentaban allí por tandas a degustar los platos. Pero, antes, el
dueño del banquete designaba a una persona denominada “EL Llamador” que se
caracterizaba por ser un hombre conocido de todos, respetado, neutral, versado
en el oficio, el cual iba llamando, por orden, a los principales invitados para
que se sentaran en el primer turno del ágape. Si entre los presentes se
encontraba el sacerdote, el jefe civil, el juez, el maestro de escuela o un
vecino distinguido, ellos serían los primeros en tomar asiento junto con el
dueño de la fiesta, los recién casados o los homenajeados; para las siguientes
tandas pasaban los familiares más cercanos, los padrinos, compadres, entre
otros, dejando a los niños de último.
Los
niños, desesperados observaban cómo “El Llamador” se movía de un lado a otro
buscando a los adultos elegidos, nunca un niño se sentaba durante las primeras
tandas, esa angustia generaba malestar en los muchachos, que se asomaban, se
inquietaban, se empujaban y hacían todo tipo de ademanes para que los tomaran
en cuenta. “EL Llamador” a veces los ponía en fila para mantener una espera
ordenada, pero el tiempo iba pasando, el hambre arreciaba y se les hacía agua
la boca cuando pasaban las viandas humeantes por encima de sus cabezas. Entonces,
la fila se desorganizaba, los empujones volvían y “El Llamador” repetía una y
otra vez la misma frase: “El que esté haciendo desorden no come”, enseguida regresaba,
por poco tiempo, la calma.
En las
Paradura de Niño el caso era similar, el alboroto comenzaba cuando en la casa
donde iba a ocurrir la celebración lanzaban varios cohetes o voladores
anunciando que pronto se acercaban los rezos al Niño; entonces, los chavales,
que siempre estaban atentos a este tipo de señal durante los meses de enero y
febrero, se arrojaban como una jauría rumbo a la vivienda, estuviera a la
distancia que fuese, y comenzaba el merodeo por los alrededores hasta que
llegaba el momento del “brindis”, el cual consistía en una mantecada, un pan,
un cigarrillo, un vaso de vino, chicha y en algunas oportunidades miche o aguardiente
para los adultos no muy aficionados al vino, que representaban un gran número.
Aquí volvía a aparecer el famoso personaje
para contener a los niños desesperados por recibir su brindis que en esta
oportunidad se servía en la entrada de la cocina, allí se atravesaba una mesa
para colocar los obsequios, mientras que adentro, varias mujeres, ajetreadas,
moviéndose de un sitio a otro, iban renovando los faltantes en la mesa. En esta
ocasión los comensales no se sentaban, tomaban el licor allí mismo y salían con
el resto del brindis en la mano para degustarlo en el corredor, el patio o en
cualquier rincón de la casa, mientras los músicos tocaban en la sala sus
instrumentos de cuerda. Hay que acotar que los músicos, en esta celebración,
eran los mejores atendidos en cuanto a la comida y la bebida se refiere; es por
eso que ahora viene a mi memoria uno de estos jovencitos, ansioso por pasar entre
los primeros a recibir el brindis: se le ocurrió la idea de recortar dos trozos de un palo de escoba, llevarlos a
la celebración y golpearlos entre sí para sacarle un sonido característico, acompañando
de esta manera las melodías que se interpretaban en las paraduras de Niño;
logrando, de esta manera, el objetivo de poder pasar a la mesa como un
integrante más del grupo de músicos.
Mientras tanto, aquí
también volvían a colocar a los niños en fila para evitar el desorden, pero,
enseguida venían las disputas para ubicarse de primero, pues en los hogares
donde no se hacían muy bien los cálculos de la “parada” o “paradura”, los
últimos apenas recibían un pedazo pequeño de mantecada o un solitario pan, y en
algunos casos simplemente el brindis no alcanzaba para todos.
De
nuestros años mozos recordamos a don Amador Paredes Tapia, uno de los
“Llamadores” más solicitados, por el respeto que le tenían los niños. Don
Amador era el propietario de una bodega situada frente a la plaza Bolívar donde
su oferta preferida era el famoso guarapo fuerte, hecho con conchas de piña
fermentadas que tenía el valor de una locha por vaso. Mano Amado, como le
decían cariñosamente, cuando asistía a estas celebraciones se montaba un
sombrero pelo é guama, un sobretodo o romantón negro que imponía
elegancia y respeto y contribuía a ejercer su oficio con gran eficacia. Por
otro lado, el profesor Albino nos comentó que en el caserío Mutús el “Llamador”
era el señor Nicolás Alarcón, por lo que suponemos que en cada comunidad del
municipio había un personaje similar.
Pasaron varios años para que se impusiera la sana costumbre de atender primero a los niños; según nos cuenta nuestro amigo el Licenciado Jorge Luis Paredes Arias, su madre, la recordada Maestra Pina, fue una de las que abogó para que se cambiara esta costumbre discriminatoria, de esta manera se evitaba el relajo durante las fiestas y además se hacía justicia con los más vulnerables, que, por causa de aquella vieja costumbre, en algunos casos, dejaban traumas posteriores por no haber recibido bocado alguno en estas celebraciones pueblerinas.
Rafael Ramón Santiago
Cronista Oficial del
municipio Pueblo Llano.
(02/02/2024)